Claudia Rafael - Silvana Melo (APE)
Piel frágil, creciendo, de poros abiertos, de sueños chiquitos hechos a mano, amasados en barro de calle cortada. Lo sacaron blanco como un papel. No tenía fuerzas para recoger ni los huevos más pequeños ya. Cáncer, dijeron. Terapia Intensiva. Abogados. Un cuerpecito de siete años plagado de veneno. Que entró como hormigas por la piel frágil, de poros abiertos. Sometido a servidumbre. Hospital. Denuncia. “No recibió ningún tipo de tratamiento oncológico, por negativa de la empresa, cuando ya se le había detectado la enfermedad”. Esclavo del tercer milenio.
El establecimiento denunciado por
El trabajaba desde los cuatro años juntando huevos. En los galpones se fumiga con agrotóxicos. El es pequeño, tiene la piel frágil, de poros abiertos, dispuesta a tragarse el futuro. Dos años atrás apareció en un video justo en el Día del Niño. Tenía 5. Rodeado de moscas y excrementos explicaba cómo ayudaba a su papá a preparar los venenos. Los mismos que entraron por los poros tan abiertos de su piel frágil.
Seguramente aprendió a contar hasta diez recogiendo de uno en uno los huevos. Tenía cuatro años y a veces se le quebraban entre los dedos. Hasta que aprendió que había que tocarlos apenas. La clara le pegoteaba el índice y el pulgar y se los limpiaba en la remera, siempre fuera del pantalón. Cantaría algo, mientras tanto. Tal vez tarareaba musiquitas que inventaba y preguntaba después, con ojos bien abiertos de sorpresa, por qué algunos huevos son blancos y otros castaños. Por qué algunos tienen un líquido casi transparente dentro con una especie de pelota amarilla en el medio y otros, no esos que él recoge, tienen un pollito adentro que quiebra la cáscara y asoma al mundo, azorado -tanto como él con sus cuatro años- preguntando dónde estoy.
Familias enteras hundidas en todo el proceso desde el mismo inicio, alimentando las aves, recogiendo los huevos, removiendo el guano de gallinas o manipulando el agroquímico. Absorbiendo los contaminantes entre juegos y trabajo duro. Casi sin darse cuenta, enfermándose. Al borde de la más brutal de las muertes: la de un niño.
Ya a los siete años, con esa experiencia que lo hizo un avezado trabajador pequeño, sabía muy bien cómo manipular el producto de esas aves de vuelo corto. No imaginaba que el cuerpo suele rebelarse ante los venenos que se inventan para que ciertos yuyos no crezcan y multipliquen. Cómo imaginarlo si ni siquiera sus propios padres, esos adultos sabios y que todo lo pueden a ojos de un niño, conocían tanta desmesura de una parte de la humanidad.
Habían llegado al norte bonaerense en los inicios de 2008 desde su Misiones. Una familia entera. Eran tres y uno en camino. Toda una ofrenda de futuro. Casa, comida, trabajo, un sueño que algún día, mañana mismo, ya no sería promesa sino tierra fértil y concreta. No sabían que tenían que trabajar todos. Todos. Hasta los más chiquitos. Los más endebles, los más débiles, los que no pueden defenderse ni de los venenos ni de los adultos ni del cáncer ni de los esclavizadores. Todos a trabajar.
Hay una denuncia penal ante el fiscal Orlando Bosco del partido de Campana contra los dueños de la empresa. Ya otra causa investiga a los patrones avícolas en el Juzgado Federal de Adrián González Chavay por “trabajo esclavo”.
Pero hay una justicia mucho más vasta que no mira hacia abajo. Que no ve a los ojos. Que no entiende de las angustias de las inequidades. Que no sabe de respiraciones envenenadas. Ni de futuros diamantes. Una justicia que es desigual por designio de la humanidad.
Cuando un niño está tan cerca de la muerte, una convulsión sacude al porvenir. Y a veces queda tan maltrecho que no puede amanecer.
Tomado de Argenpress.info
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