Cumbre del G20
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El autor cree que sin cooperación internacional la economía seguirá estancada, acentuándose los desequilibrios. Considera que el aluvión de liquidez en Estados Unidos tiene el riesgo de poner en peligro la estabilidad mundial.
Es fácil ver por qué algunos políticos esperan que unos tipos de cambio favorables puedan volver a poner de nuevo en marcha la economía de EEUU. En medio de crecientes temores de un estancamiento a la japonesa, las demás opciones o no se toman en consideración o lo más probable es que sean ineficaces. La parálisis política y el endeudamiento galopante actúan como freno de una segunda tanda de estímulos eficaces y la política monetaria no ha reanimado la inversión. Sin embargo, debilitar el dólar para impulsar las exportaciones es una estrategia arriesgada. Podría dar lugar a una volatilidad del tipo de cambio y a proteccionismo; peor aún, invita a una respuesta de los competidores. En este frágil entorno económico mundial, los miembros del G-20 que se reúnen hoy y mañana en Seúl saben que una guerra de divisas sólo conseguirá que todo el mundo salga perdiendo.
Afortunadamente, hay alternativa. Sería mucho más eficaz una cooperación mundial basada en políticas de reformas estructurales que fomenten el crecimiento, en estímulos económicos y en cambios institucionales a largo plazo en el sistema monetario mundial.
Conocemos los peligros de una devaluación porque ya hemos pasado antes por eso. En la década de los 30, la política de empobrecer al vecino prolongó
EEUU debe pensar en otras vías. La historia ha de tomarse en plan instructivo. Hace 40 años, las medidas unilaterales tomadas por EEUU llevaron al colapso del sistema de Bretton Woods y a la adopción del régimen de tipo variable de cambio. El mundo se encuentra en estos momentos a punto de pasar a otro régimen de tipos controlados de cambio y de mercados fragmentados de capital. Este régimen no es el resultado de deliberaciones exhaustivas sobre qué sistema sería el que mejor servicio preste a todos. Más bien es la consecuencia de que algunos países están adoptando medidas que creen que favorecen sus propios intereses, sin tener en cuenta a otros que hacen lo que deben para protegerse a sí mismos.
La política monetaria de EEUU fue responsable, en gran medida, de la década perdida de América Latina, porque la subida de los tipos de interés, sin precedentes, provocó la crisis de la deuda a principios de los años 80. Así también, la política monetaria estadounidense fue responsable, en gran medida, de la burbuja cuya explosión ha llevado a la recesión mundial.
Washington se ha embarcado de nuevo en estos momentos en un comportamiento que corre el riesgo de poner en peligro la estabilidad mundial. Lo irónico del caso es que EEUU está beneficiándose poco de la marea de liquidez que ha provocado. Los tipos bajos de interés no prendieron la chispa de la inversión en factorías y equipos en la recesión de 2001, y no es probable que la prendan ahora. Sin embargo, esa política está teniendo su efecto en otros países, puesto que con el dinero barato escruta todo el mundo en busca de las mejores oportunidades y las encuentra en los mercados emergentes. Conocemos los estragos que pueden derivarse de esta política porque este dinero circula continuamente de un sitio a otro.
Los cambios repentinos y de gran calado de los tipos de cambio pueden tener efectos devastadores, especialmente en los países en desarrollo, porque las empresas se ven obligadas a ir a la quiebra. Los países en desarrollo han sido el motor del crecimiento mundial y cambios de esta naturaleza podrían destruir toda esperanza de una rápida recuperación global.
Mientras que para el mundo están claros los costes de las devaluaciones con intención de competir, los beneficios posiblemente sean ilusorios. China hace bien al subrayar que el ajuste de su tipo de cambio va a contribuir muy poco a corregir el déficit del comercio multilateral norteamericano (EEUU simplemente importará prendas de vestir y tejidos de otros países en desarrollo). De hecho, el déficit comercial podría agravarse a corto plazo, incluso aunque otros países también ajustaran sus tipos de cambio, porque EEUU tendría que pagar más (en dólares) por lo que importa.
En la actualidad, cada país persigue sus propios intereses. EEUU está preocupado por el desempleo. China tiene la preocupación de que una apreciación importante de su moneda cause trastornos económicos en el país (salvo que se recupere el crecimiento global). Si seguimos por esta vía, las economías emergentes, amenazadas por una avalancha de capital, tenderán a protegerse mediante impuestos, controles al capital, regulaciones e intervenciones directas (como lo han venido haciendo cada vez más). A medida que más países recurran a intervenir para mitigar las consecuencias de una expansión monetaria desenfrenada (en EEUU y, quizás, en otros países industriales avanzados), los que tratan de conservar la fe en los tipos de cambio determinados por el mercado van a sentir una presión cada vez mayor. Al final, la noción de unos tipos de cambio determinados por el mercado parecerá tan arcaica como Bretton Woods. El resultado será un mercado financiero mundial cada vez más fragmentado, con el efecto añadido casi inevitable de una caída en el proteccionismo.
La respuesta a esta situación de aparente estancamiento es simple: recupérese el crecimiento mundial y de ahí derivará de forma natural la apreciación de la moneda. Restablecer el crecimiento requiere que todos los gobiernos que tienen capacidad para aumentar la demanda agregada lo hagan así. EEUU tiene una responsabilidad especial, tanto por su culpa en la generación de la crisis mundial como por su capacidad de pedir prestado a tipos bajos de interés, una ventaja derivada en parte de su condición de moneda de reserva de facto. Ha llegado el momento de que EEUU acometa las inversiones de alta productividad que necesita. Invertir en cosas como el ferrocarril de alta velocidad y tecnologías verdes mejoraría de hecho el balance norteamericano. Un mayor crecimiento generaría mayores ingresos fiscales y llevaría a aminorar la deuda pública a largo plazo. Medidas de este tipo no sólo ayudarían a EEUU sino que también tendrían magníficos efectos positivos tanto a corto plazo (gracias a un mayor crecimiento) como a largo plazo (gracias a las mejoras tecnológicas) para el resto del mundo.
Tanto EEUU como China necesitan cambios estructurales, no sólo un reajuste de los tipos de cambio. Incluso a corto plazo, es mucho lo que podrían hacer para contribuir a la demanda agregada global: aumentar los salarios, por ejemplo. En ambos países, los ingresos medios por hogar no se han acompasado al ritmo del crecimiento (¡en la actualidad, la renta media de los norteamericanos es menor de la que era en 1997!).
AMBOS PAÍSES necesitan inversiones para adaptarse al recalentamiento del planeta. Ambos países necesitan aumentar el gasto público en educación y en sanidad para los más desfavorecidos. Ambos países tienen que encontrar fórmulas mejores de asignación de su capital. Los mercados financieros norteamericanos han demostrado una notable incapacidad para canalizar los ahorros de manera productiva. China no puede seguir generando excedentes de capacidad de fabricación. Necesita encontrar formas de reciclar sus gigantescos ahorros, por ejemplo, en inversiones en urbanización dentro del propio país, en inversiones en los países en desarrollo con mano de obra excedente y en ayudas a otros países a hacer frente al problema del recalentamiento del planeta.
Esta alternativa se basa en la cooperación (compromisos mutuos en un aumento de la fiscalidad, en reformas estructurales y en la corrección de los desequilibrios comerciales de todos los países, no sólo de China). Para algunos países, los reajustes del tipo de cambio formarán parte de la alternativa; para otros, es posible que no. Sin embargo, cada país determinará la mejor manera de alcanzar los objetivos acordados, teniendo debidamente en cuenta las consecuencias indirectas, tanto negativas como positivas.
En este planteamiento de cooperación, será fundamental un nuevo sistema mundial de reservas o una generalización del dinero del FMI (los llamados derechos especiales de giro, o DEG). Con un sistema de este tipo, no será ya necesario que los países pobres tengan que inmovilizar cientos de miles de millones de dólares para protegerse de la volatilidad global, y ese dinero se sumaría a la demanda agregada mundial.
Es cierto que, con este sistema, EEUU ya no se beneficiaría del coste extraordinariamente bajo que deriva de ser el acuñador de la moneda de reserva mundial más importante. Ahora bien, el sistema actual es una anomalía. El mundo se encuentra en una coyuntura crítica. El camino que ha emprendido a día de hoy está marcado por una inestabilidad permanente y un crecimiento anémico. El camino de cooperación es mejor para todos. Es, de hecho, la única manera de lograr reducciones importantes de los desequilibrios globales y de devolver al mundo a la senda de un sólido crecimiento.
Joseph Stiglitz fue Premio Nobel de Economía en 2001.
Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3706
Tomado de Rebelión
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