(PARTE VIII)
Un día me cazó el delirio de entrar en la Escuela Militar y seguir la carrera. Me fui a anotar pero como para la ley era menor todavía necesitaba la firma del Viejo en los papeles de solicitud de ingreso. El Viejo odiaba visceralmente todo los uniformes, hasta el del heladero de conaprole y el del cafetero del sorocabana que vendiá café en el estadio y ni hablar el de milico en cualquiera de sus versiones. En ese caso la tirria se extendía al que iba dentro del uniforme sin distinción de rangos y jerarquías. Paradoja del destino y del sistema él mismo andaba todo el día con el uniforme de guarda que le proveía CUTCSA. Su inquina hacia los uniformes a lo mejor era el reflejo inconciente de rechazo a la explotación que como toda buena empresa capitalista le pesaba en el lomo que debía mantener uniformado para poder poner el pan en la mesa.
Sabedor del hecho igual le presenté una tarde los papeles que debía firmar autorizando el ingreso a la Escuela Militar , dispuesto a correr todos los riesgos que emanaban de esa actitud. Y pasó lo que estaba previsto, y un poco más. Nunca me perdonó el haber dejado en los comienzos la carrera de medicina y yo le dí el calce para que canalizara toda su bronca contenida con un hermoso e irrebatible argumento. Mirar los papeles y hacerlos confetti fue todo uno. Después me explicó con su lenguaje a base de largas puteadas, (el Viejo no se ponía límites en esos casos), lo que pensaba de los milicos y de los pelotudos como yo que querían serlo. Una de las frases que me quedó grabada fue: prefiero que te hagas chorro o puto antes que milico. El tiempo demostró después que los tres atributos que el más despreciaba en un hombre eran perfectamente compatibles. La vieja se había refugiado de la tormenta que yo había desatado en la cocina y desde ahí estaba expectante por si la cosa se desmadraba demasiado. Las explosiones del Viejo podían volverse incontrolables. Después de la clarísima explicación de sus pensamientos y para refrendar sus argumentos se levantó, me metió un boleo en el orto y salió campo afuera a rumiar en solitario su bronca. No me dirigió la palabra por unos cuantos días. Y allí se acabó mi carrera militar. Parafraseando al sabio Salomón, el padre que ama cada tanto debe darle un boleo en el orto al hijo. Y no hay duda de que el Viejo nos amaba mucho, a pesar de que son contados los recuerdos de reprimendas de ese tipo que conservo.
Creo que en la vida nada sucede porque sí. Ese boleo me salvó a lo mejor de pasar a formar parte de la generación de genocidas delincuentes con que nos regaló la historia y nuestras gloriosas Fuerzas Armadas. Sucesos posteriores me demostraron que era una remotísima probabilidad pero… la ley de probabilidades existe.
Rebelde y terco como una mula, descubrí un atajo para llegar a la Escuela Militar y por ahí me mandé. Pero eso merece un capítulo aparte.
CHE CACHO
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