(PARTE VI)
Para los griegos antiguos las penas máximas establecidas eran básicamente dos. La pena de muerte, cicuta mediante, y quizás la que más los afectaba, el exilio. Vivir y morir en tierra extraña parece ser que era lo que más los afectaba. Era de todas maneras una condena a muerte pero con tortura y agonía previa, que duraba todo lo que duraba su vida de ahí en más. Sin entrar en psicologismos, parece ser que el hombre es parte de la tierra y pertenece al pedacito de tierra que lo vió nacer. Martín Fierro lo graficaba bien en sus versos: “conservate en el rincón donde nació tu existencia; vaca que cambia ´e querencia se atrasa en la parición” Obligado compulsivamente y contra su voluntad al desarraigo, convierte a los exiliados muchas veces en muertos vivos.
Es por lo menos mi experiencia de más de 40 años de exilio.
El otro día recuperé la última foto de habitante de mi país, Estaba allí en la entrada del aeropuerto de Carrasco con mi familia esperando la salida del avión que me traería a la Argentina. Año 1969. Enero del 69. con un arriba que ya se movía nervioso y un abajo que se empezaba a despertar del letargo que habíamos vivido y que dió en llamarse “la suiza de América”.
41 años se me cayeron encima de golpe.
Cosas buenas y cosas malas. Las buenas sobran los dedos de la mano para contarlas. Para las malas tendría que ampliar mucho la capacidad de memoria ram, y en este preciso momento no tengo un mango.
Estar en un banco es estar en posición privilegiada para ver el funcionamiento de un país. Era bancario en ese momento y eso me ponía en platea primera fila para ese ominoso espectáculo. Allí se veía con claridad como todo se desbarrancaba y la sociedad se preparaba para estallar en mil pedazos. El episodio del asalto a la agencia donde laburaba, (ver en el blog crónica de un asalto a un banco), la sorpresiva aparición para la mayoría de nosotros de un movimiento guerrillero dispuesto a dar otro tipo de pelea a la que nos tenían acostumbrados las organizaciones sindicales y partidos políticos, fue el despertador que nos anunciaba que la Suiza de América era un sueño terminado y se abría un futuro incierto quien sabe por cuanto tiempo y de que características.
Un hermano , por razones que nada tenían que ver con todo esto, ya se había afincado en Buenos Aires. Yo aprovechaba para pasar mis vacaciones por allá. Sus opiniones, sumadas a la de algunos amigos comunes que por allá teníamos, más lo que se podía ver de como funcionaba la economía eran tentadoras. Como dice Yupanqui en sus coplas del payador perseguido, “para que lo habré escuchado, si era la voz del mandinga”, aludiendo a un porteño que le pintó un escenario de éxitos para su arte en la Gran Capital. Decidí pues quemar las naves, hacer las valijas y largarme con familia y todo para esos lares que, al menos en los papeles, ofrecía la oportunidad de llenar medianamente mis aspiraciones pequeñoburguesas. Un trabajo bien remunerado, la posibilidad de una casa, quizás un coche y un futuro aceptable para mis hijos dentro de una vida más o menos previsible y sin demasiados sobresaltos.
Los bancos se veían venir la noche y empezaban a ahorrar recursos deshaciéndose de los empleados.
Como por convenio no podían despedir así como así a sus obreros ofrecían un monto de dinero por la firma de la renuncia voluntaria. Mi banco daba 10 sueldos limpios de polvo y paja. Era un monto sumamente tentador y calzaba al pelo con mis planes. Era una reserva apreciable que, según mis cálculos me permitiría pasar un buen tiempo hasta ubicarme con tranquilidad en la otra orilla. Comenzó de esa forma mi exilio que dura hasta hoy y en el cual muy probablemente cumpliré el cuarto ciclo que nos tiene reservada la naturaleza.
Nacer, crecer, reproducirse y morir. Yo ya cumplí con los tres primeros.
En el medio de estos cuarenta años hubo un par de intentos fallidos de volver.
Pero ni yo ni el Uruguay éramos los mismos. Mi documento de identidad ya decía que era oriundo de un país enorme llamado Extranjia en el cual las circunstancias me habían ubicado. Eso me convertía en extranjero en cualquier parte del mundo.
Algunos han tratado de diferenciar a los exiliados estableciendo dos grupos: los exiliados económicos, (aquellos que se fueron en apariencia voluntariamente buscando mejores horizontes económicos), y los exiliados políticos, ( los que por sus ideas y sus actos tuvieron que rajar porque en ello les iba la vida misma). Personalmente creo que no es correcta la división a pesar de que los motivos aparecen como diferentes. Alguien, creo que Lenin, dijo que la política es la economía concentrada. Y según el manual la infraestructura de la sociedad burguesa es la economía y es la que determina y define la superestructura ideológica que en una relación dialéctica la hace posible. De modo que cualquiera sea el motivo siempre será factor determinante la política. Por eso no me cabe duda de que yo, y muchos como yo somos en realidad exiliados políticos. Que nunca volveremos ya.
En la época que hice el último intento por volver definitivamente y estuve casi dos años haciendo algunas cositas por allá, recuerdo una reunión que tuvimos en el Covisunca, Felipe Cardozo y Pitágoras, con el Pepe Araújo. Se estaba organizando la tarea de traer a los hijos de exiliados “políticos” nacidos en diferentes partes del mundo, para que conocieran en un tour semi turístico la tierra donde habían nacido sus padres y conectarlos con los parientes, abuelos principalmente que se habían quedado en el país. No recuerdo bien si ya había ocurrido el asqueroso pacto del club naval, (que de pacto no tuvo nada), pero ya se daba manija a la idea de que la férrea y abnegada resistencia del pueblo, (lo fue sin duda alguna), iba a terminar con la dictadura. No sabían, y si lo sabían los políticos no lo iban a decir porque iban en contra de los intereses del imperio y de los suyos propios, que eso ya se había decidido muchos años antes y a miles de kilómetros de distancia sin ninguna participación de los pueblos. Todo lo demás era cartón pintado, incluída la idea de que los pueblos se habían podido por sus propias iniciativas sacudir a las dictaduras militares. Que también se habían decidido mucho tiempo atrás y a la misma distancia. Pero eso es harina de otro costal.
Volviendo a la reunión susodicha, en un momento Araujo dijo que había que ir preparando el lugar para todos los que se habían ido, y que luego de pasar la noche de la dictadura militar volverían al paisito seguramente. Parado en el marco de la puerta, (el salón comunal desbordaba), como sosteniéndola a pesar de que no había indicios de que se fuera a caer, estaba un vecino del cual solo supe el sobrenombre: Carnaval. Que no contaba entre sus virtudes andar medianamente sobrio a ciertas horas del día. Y por encima de los aplausos y los gritos de aprobación que despertó la frase del Pepe se oyó su voz de mamao consuetudinario: ¡ QUE VAN A VOLVER ESOS, SI NI ARTIGAS QUISO VOLVER! Se hizo un silencio sepulcral. La verdad dicha así, crudamente y sin envoltorios literarios tiene esos efectos. El Pepe, con su cintura política retomó el tema de los gurises y la cosa se distendió hasta que terminó la reunión.
Poco tiempo después con el peso en el alma de la tremenda derrota que se nos impuso con la “vuelta a la democracia”, y con las cacharpas listas para volver al exilio, me fui a despedir del otro PEPE, este si con mayúscula. Y frente a la urna que guarda sus queridas cenizas le hice la pregunta del título de estas notas: ¿por qué?.¿Por qué cada vez que intenté volver a mi tierra, esa por la cual él había dado todos sus esfuerzos, me terminaba yendo de nuevo al exilio?. ¿Qué había hecho mal, si es que algo había hecho?, ¿Era mi culpa, la de los demás, una culpa compartida? ¿Había en realidad una culpa y a quien culpar?.
No tuve respuesta. Todavía hoy no la tengo. Quizá no haya respuesta a mi pregunta de entonces.
Me fui con dos gurises chicos que compartieron todas las vicisitudes y los golpes que nos dió el exilio. Hace un tiempito volvieron a su lugar de origen para quedarse. A lo mejor esa es la respuesta que estuve buscando todos estos años.
Ojalá.
Che Cacho.
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