(PARTE III)
Mi afición a los fierros aparece muy temprano en mi vida. Lo tengo documentado. Entre los recuerdos que dejó mi Vieja y que conservó uno de mis hermanos está una carta, de aquella que les escribíamos de chicos a los Reyes Magos donde uno de mis pedidos lo certifica. Siempre pedíamos de todo; no habían entrado en nuestras infantiles cabezas conceptos tales como líneas de pobreza, clases sociales y todas esas cosas que hoy nos preocupan y amargan la existencia. Como suponíamos que los Reyes de marras eran magos, teníamos la idea de que al menos en ese día se suspendían las leyes del capitalismo y estos muchachos tenían las jugueterías a su entera disposición y sin fines de lucro pudiendo tomar de ellas todos los juguetes que figuraban en su larga lista. La verdad era que necesitarían de toda su magia para que ello sucediera en realidad, según nos fuimos enterando con el tiempo de cómo era la verdad de las cosas.
Añoro esos tiempos donde primaba la confianza, donde se cumplía el dicho de que los perros se ataban con chorizos. Los porrazos de la vida nos dejaron el sabor amargo de la filosofía del Martín Fierro. Confiar a gatas en uno, con mucha precaución en dos. Y así andamos por el mundo con nuestra coraza de individualismo que nos cobra esa protección en monedas de soledad y paradójicamente nos deja a merced de quienes manejan la sociedad para que nos haga polvo uno por uno.
Volviendo a la susodicha carta, en ella pedía un rifle con ¡500! tiros. No recuerdo realmente la cruzada que pensaba emprender con todo ese armamento y a esa edad. Quizás ya intuía algo que aprendí después, mucho después. Que el poder nace del fusil.
Recuerdo que había visto en una vidriera de juguetería un fusil que se asemejaba mucho a uno real y era eso lo que esperaba ver en mis desarrapadas zapatillas de pobre esa noche. Y empezó la era de las desilusiones. Lo que apareció fue una escopetita de lata que tiraba… un corchito atado con un piolincito a la misma escopeta. Ahí terminaba la gesta que pensaba emprender con mi poderoso armamento. Con esa escopetita de mierda no podría ni matar moscas y sería blanco fácil para un enemigo que me tirara con una simple honda y un pedregullo. Por suerte había otros juguetes que mitigaron un poco ese sentimiento mezcla de bronca y desilusión. Nunca más les pedí nada tan específico. Me habían demostrado palmariamente que de ciertos temas no sabían un carajo. Por mas sabios y magos que decían que eran se habían empezado a ganar mi desconfianza.
Andando el tiempo otros reyes no tan magos y mucho menos sabios me dieron con el gusto y pusieron en mis manos no solo un fusil. También pistolas. Pistolas ametralladoras, ametralladoras, granadas de mano y de fusil, granadas de mortero y lanzacohetes y me pude dar el gusto de tirar mucho más de las 500 balas que pretendía en mi niñez. Aunque tanta generosidad tenía esta vez un precio. Cuando ellos lo consideraran necesario debería apuntar todos esos fierros que generosamente y sin cargo me brindaban contra el pueblo. Mi pueblo. Y aunque todavía no sabía lo que es la lucha de clases dije para mis entretelas: esto no es pa´ mi. Y me rajé sin cumplir mi parte del trato de lo cual no estoy para nada arrepentido. Aprendí mucho en esa época. Llegado ese tiempo, ya en el exilio en el que todavía ando, supe que me andaban buscando para que cumpliera mi parte del trato. Supongo que se aburrieron o andaban demasiado ocupados cumpliendo la tarea que sus patrones les habían ordenado para ocuparse de mi insignificante persona; y a lo mejor figuro todavía en su lista de desertores. Lo cual para mí antes de ser un escarnio es un orgullo.
CHE CACHO
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